En una época sumamente difícil de mi vida, no hacía más que clamar y clamar a Dios para que me librara de aquella situación desesperante. Todo lo que había recibido por respuesta vez tras vez había sido: «Bástate mi gracia, porque mi poder se perfecciona en tu debilidad» (2 Cor. 12:9). No era la respuesta que esperaba. Yo deseaba un: «Levántate y anda» (Luc. 5:23). Estaba llena de planes y proyectos que no eran egoístas, sino que tenían en mente el servicio al Señor.
Entonces recordé a aquella mujer anónima pero ejemplar que apretó con fuerza en su mano aquellas dos monedas. Dos blancas que al caer sobre las otras monedas hicieron un ruido que sonaba a burla.
Entonces el Espíritu Santo encendió la luz y pude ver aquellas dos moneditas, las más pequeñas, entre mis manos. Tenía muy poco, era verdad, pero era todo lo que poseía y eso era lo que el Señor requería de mí.
Cuando dejamos de mirar con languidez y vergüenza las dos moneditas que tenemos en la mano y las echamos dentro de la bolsa con amor y con fe, Dios puede multiplicar su valor de maneras inimaginables.
Y sí, tal vez siempre quedemos en el anonimato, como la viuda. Es probable que nuestro nombre no aparezca precedido de grandes títulos ni seguido de honores, pero ¿a quién le importa si Jesús está mirando de lejos y destaca ese acto de entrega, de servicio, de amor?

Tenía muy poco, era verdad, pero era todo lo que poseía y eso era lo que el Señor requería de mí.